Cada año, cuando las primeras nieves bajan por los cerros de Icalma, don Segundo vuelve a encender su cocina a leña con más lentitud que antes. Ya tiene 82, y cada invierno se siente un poco más pesado. Pero no se va. Nunca pensó en irse. Dice que “el cuerpo se enfría, pero el alma se calienta con estas montañas”.
En la misma casa donde nació, de tejuelas oscuras y ventanas pequeñas, vive solo con su perro Chaleco. Todas las mañanas barre la entrada de nieve, aunque vuelva a cubrirse en la tarde. Es un ritual, una forma de resistir, de decir: aquí sigo.
En el pueblo todos lo conocen. Algunos dicen que es terco, otros que es sabio. Él solo se ríe. No tiene internet, pero escucha la radio. No tiene televisor, pero sabe cómo va el clima solo mirando el cielo.
Un día, después de una nevada larga, un joven llega desde Temuco. Es estudiante de arquitectura y anda haciendo un proyecto sobre la vida en las zonas extremas. Don Segundo lo invita a pasar, le ofrece sopaipillas y mate. El joven se sorprende: no hay que preguntar nada, el hombre mayor habla solo. Le cuenta de cuando el lago se congelaba por completo, de cuando el viento venía del otro lado del cordón de montañas, de cuando los inviernos eran tan crudos que uno no sabía si el vecino seguía vivo hasta que salía humo de su chimenea.
El joven anota, graba, sonríe. Pero antes de irse, pregunta:
—¿Nunca pensó en irse de aquí, don Segundo?
Él lo mira, se demora. Luego dice:
—Aquí me cuesta vivir, pero allá afuera se me moriría el alma.
Y el joven entiende que no todo puede medirse en grados ni en metros cuadrados.

Por @revistaaraucania
